Se estima que entre 70 y 100 mil soldados marroquíes procedentes del Protectorado español en Marruecos lucharon durante la Guerra Civil participando del bando sublevado, una muy considerable participación dado que se trataba del 7,5 % de la entonces población de la zona controlada por España; buena parte de los hombres de edades comprendidas entre los 15 y los 50 años se vieron involucrados, de una u otra forma, en el esfuerzo de guerra nacional. Los soldados, que no siendo de nacionalidad española, sino que en la situación administrativa en aquél entonces se definía oficialmente como nativos del Protectorado, conformaban las unidades de milicias jalifianas o Tropas Regulares que años antes diseñaran los mandos españoles, para aliviar a la metrópoli del desgaste político y humano de los conflictos de la guerra del Rif (en concreto, el llamado Ejército de África fue creado en 1912 como guarnición del Protectorado de Marruecos).
Hay que considerar a estas tropas como soldados profesionales, mercenarios reclutados en lugares donde reinaba la miseria y la ignorancia (principalmente de las regiones montañosas del Rif), y fueron esa miseria e ignorancia las que les empujaron a luchar por los caminos y pueblos de Andalucía, Extremadura, Castilla, Madrid, Aragón, Valencia o Cataluña. El reclamo era pues, jugoso: una paga que rondaba las 180 pesetas al mes, con dos meses de anticipo, y cuatro kilos de azúcar, una lata de aceite y tantos panes como hijos tuviera la familia del alistado. Empujadas por el hambre, miles de familias enviaron a sus hijos al matadero. Al Ejército franquista no le faltaba dinero. El apoyo de la oligarquía económica española y de sus colegas fascistas de Europa (Hitler y Mussolini), y las corrientes de simpatía que venían de Estados Unidos permitieron que los alzados fueran hasta cierto punto opulentos. Tanto, como para contar con un ejército colonial, de acuerdo con los modelos que se seguían tanto en la Legión como en los tabores de Regulares. No obstante, estas tropas eran reclutadas con el beneplácito de las fuerzas vivas del sultanato y no se desplazaron a la Península sin la connivencia de las autoridades marroquíes, lo que concede a la participación de estos efectivos un marcado carácter externo.
Sin embargo, para la propaganda franquista, no existían las levas ni la miseria que envolvía a estos soldados mercenarios: así pues, el NO-DO, altavoz propagandístico del nuevo régimen, se refería a la participación de las “tropas moras” de la siguiente manera: “Todos los musulmanes de nuestro Protectorado en Marruecos, impregnados del amor y la cultura que en ellos ha sembrado España, acuden en socorro inmediato al escuchar los clarines de la llamada de Occidente. (…)” Ni levas ni propaganda. Voluntarios nada más. Por mandato del corazón.
Otorgándole cierta veracidad a las palabras del NO-DO, algunos autores han apuntado a la idea de que para reclutar tropas también se apeló al factor religioso; la “llamada de Occidente” era una llamada a defender a Dios, no al cristiano o al islámico, sino al único Dios, ese al que las hordas rojas querían desterrar de España y acabar con su ancestral legado. La cruzada que representaba para los nacionales la guerra civil era también una cruzada para el islam, para combatir contra los “sin dios”. En este sentido, la campaña propagandística llevada a cabo por los cadíes amigos surtió el efecto que los sublevados buscaban: sentir la imperiosa necesidad de ir a luchar contra el infiel.
Las tropas indígenas, y por ende el control sobre el Protectorado permitía a los sublevados del 18 de julio una base administrativa de cierto valor estratégico, aunque si bien eran algo exiguos los medios y equipamiento de la administración en el Norte de África esto permitió a los nacionales un punto de partida para sus operaciones, ya que contaban con una serie de servicios públicos, de utilidad en los primeros momentos (el telégrafo, los puertos de Tánger y Melilla que se convertirían en base de aprovisionamiento para la aportación del Eje mediante los buques italianos, etc.) y por supuesto la disposición de los efectivos militares acantonados en la zona española del Protectorado, especialmente las fuerzas indígenas, ya que se pudo disponer de ellas con el simple consentimiento tácito del Sultán, y sin la información a los franceses que era preceptiva según lo acordado por ambos países.
La posición y opinión del gobierno marroquí era de importancia, puesto que de las facilidades, traducibles en connivencia u hostigamiento, concedidas a los sublevados, dependió la comodidad con que los mandos militares en torno a Franco pudieron organizar el paso del Estrecho, y en definitiva el éxito de esa primera fase de las operaciones del levantamiento militar rebelde a la República.
Desde el primer momento parece evidente que las autoridades marroquíes se decantaron por apoyar a los insurgentes; el mismo 18 de julio de 1936 varios aviones gubernamentales bombardearon Tetuán, en una operación de castigo a la zona levantada, la poca precisión del arma de aviación, y la limitada tecnología del momento, hicieron del hecho un desastre político, dado que en el bombardeo murieron 15 marroquíes y fueron seriamente dañadas dos céntricas mezquitas de la ciudad, de forma que los mandos militares sublevados temieron por un estallido popular contra ellos; sin embargo el entonces Gran Visir del Sultán (equiparable a un jefe de gobierno) se desplazó urgentemente desde Tánger a Tetuán para calmar los ánimos de la población, su intervención fue proverbial para los intereses de Franco.
Apenas consolidada la sublevación, se inició la movilización de voluntarios en los territorios marroquíes y en pocos meses se organizaron 4 tabores de los grupos de Fuerzas Regulares Indígenas y de la Mehala, que fueron enviados a la Península el 2 de octubre de 1936, una vez que se controló el Estrecho con la ayuda aérea alemana e italiana y los nacionales restablecieron el tráfico marítimo. Para la primera quincena de ese mismo mes se sumaron diez nuevos tabores de la Mehala, pero esta vez procedían del propio ejército marroquí, dado que eran tropas procedentes del Majzen, esto es: efectivos gubernamentales marroquíes.
Una vez en suelo peninsular, el Ejército de África fue dividido en dos columnas, una mandada por el coronel Juan Yagüe y la otra por el general José Varela. Yagüe avanzó al norte y ocupó muy rápidamente buena parte de Extremadura tras las batallas de Mérida y Badajoz. Sería en estas campañas donde perpetraron un gran número de matanzas entre las poblaciones extremeñas y entre los prisioneros de las milicias. Luego cambió de rumbo, hacia el este, hacia Madrid y Toledo, liberando el Alcázar de Toledo. Por otro lado, Varela entró en Andalucía y se hizo con el control de las principales ciudades: Sevilla, Granada y Córdoba. Gracias principalmente a los avances del Ejército de África, casi todo el oeste de España estaba en manos de los sublevados a finales de septiembre de 1936. En el otoño de 1936 las fuerzas sublevadas emprendieron el ataque hacia Madrid, siendo las tropas marroquíes la vanguardia del ataque hacia la capital.
Sin embargo, la resistencia republicana, apoyada por la llegada de las Brigadas internacionales y la ayuda soviética detuvo el avance golpista y obligó a los mandos rebeldes a cambiar de estrategia.
Durante los años siguientes de la guerra, las tropas marroquíes supusieron la vanguardia de ataque en la mayoría de batallas, participando en todos los frentes y dejando un recuerdo terrible de asaltos a sangre y fuego, saqueos (tenían derecho al pillaje), violaciones y matanzas. Testimonios de combatientes atestiguan la fiereza de estas tropas: “Nos metieron como a gatos en un saco, nos soltaron en España y nos dijeron: ¡a disparar o a morir!”. Alentados por los oficiales, se aplicaron a la tarea con la misma brutalidad que habían aprendido pocos años antes luchando contra los españoles en las guerras de África: destripamientos, decapitaciones y mutilaciones de orejas, narices y testículos. Los generales golpistas aventaban su fama de salvajes. Desde la radio de Sevilla, Queipo de Llano prometía a los “milicianos castrados” que sus mujeres pronto conocerían la virilidad a manos de aquellas tropas.
Una vez acabada la guerra, esos 100.000 combatientes (de los cuales se estima que unos 20.000 perecieron durante la guerra) resultaban muy incómodos de mantener . Así que unos pocos se quedaron en el Ejército Regular español, consiguieron la nacionalidad española en algunos casos y sus familias se establecieron en las ciudades del Protectorado, o en Ceuta y Melilla. El resto, volvió a sus montañas, más o menos a la misma miseria que antes de hacer una guerra ajena, y con Dios más o menos en el mismo sitio en el que estaba antes del 18 de julio de 1936.
“¡Volveréis a vuestros pueblos con babuchas de oro!”, les había prometido Franco. Pero cuando terminó la contienda los echó a patadas. Fueron licenciados y repatriados a la fuerza. Cierto que retuvo a unos pocos miles para luchar contra el maquis, pero también a ellos los despidió en los años cincuenta, una vez eliminada la amenaza guerrillera. Sólo conservó al puñado de integrantes de su Guardia Mora, los llamados “lanceros de El Pardo” que durante décadas (hasta la disolución de este cuerpo en 1956 a raíz de la independencia de Marruecos) actuaron como vistosa escolta ecuestre en torno al Rolls Royce (regalo de Hitler) en el que el dictador se desplazaba para los actos oficiales.
Como ha señalado el historiador británico Paul Preston, la Guardia mora se convirtió en un símbolo en sí y en el mejor ejemplo del nuevo poder que se estaba construyendo en torno a la figura de Franco. Las tropas indígenas marroquíes colaboraron en la construcción de la imagen política y mental que el propio Franco acabó por tener de sí mismo y de sus ejércitos, dado que la fidelidad incondicional de los contingentes magrebíes alimentó el arquetipo caudillista que acabó por interiorizar el personaje, puesto que no en pocas ocasiones se refirió al modelo de autoridad observado a los nativos en el Protectorado como el paradigma del mando natural, basado en la obediencia ciega a las ordenes; de manera que con aquellos soldados no sólo incorporó unos importantes contingentes militares durante la guerra, sino que aderezaron al posterior franquismo con el modo etno-cultural local de concebir la guerra, muy útil a Franco y a los individuos que le secundaron en su ascensión personal.
Desde entonces, el Estado español sigue pagando regularmente una miseria a sus viejos soldados marroquíes. Muchos han tenido que pleitear, pero los pagadores del Ejército viajan regularmente al Rif, a Castillejos y a El Aaiún (muchas tropas eran saharianas) a pagar a los que pelearon al lado de Franco y a sus deudos. Una pensión española, aunque escasa (no llega a los 300 euros), puede ser una buena fuente de ingresos en según qué lugares. Según los datos más recientes, había 4.800 pensionistas en total; es decir, entre viudas y titulares. Sólo las viudas de fallecidos durante la guerra cobran pensión (son unas doscientas), unas viudas que en los años sesenta eran aún jóvenes y podían trabajar, pero ahora se quedan en la miseria más absoluta.
Las medallas que el Gobierno del caudillo entregó a los soldados marroquíes se oxidaron pronto. Sirva de ejemplo el testimonio de dos de los últimos supervivientes de la guerra, Hammou el Houcine, que ahora es ciudadano español y vive en Melilla y su compañero Amar Lazar, quienes enumeran sus múltiples condecoraciones, entre las que figura la codiciada Laureada de San Fernando. “No recibo por ellas ni un céntimo”, aseguran, “Me dicen que todas mis medallas caducaron. Me queda sólo la de sufrimientos por la Patria. Por ella me pagan 5,17 euros al mes”.
El papel desempeñado por los soldados marroquíes en la Guerra Civil quedó grabado a fuego en el imaginario español. Retratados como salvajes por los republicanos y despreciados como “moros amigos” por los franquistas, la opinión pública no ha logrado desprenderse de los viejos clichés, aun después de cuarenta años de democracia.
Bibliografía|
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