Roma, dueña y señora de todo el Mediterráneo durante aproximadamente mil años, no fue un pueblo marinero. Su dominio se ejerció por vía terrestre hasta que Cartago, hasta entonces la mayor potencia naval del Mediterráneo, la empujó a una ya ineludible aventura marítima en la que se jugaría su propia hegemonía, y, sin todavía saberlo, su futuro como uno de los más grandes imperios de la historia de la humanidad.
En el siglo VI a. C, cientos de años antes de que esto sucediera, el control del Mediterráneo lo ejercían en parte los griegos, con una larguísima tradición marítima y, en definitiva, toda una historia ligada al mar; los etruscos, que se hacían fuertes en la península itálica antes de que Roma tuviera algo que decir al respecto y, cómo no, Cartago, que se había erguido como la principal potencia fenicia de todo el mar Mediterráneo gracias a su inmejorable ubicación, idónea para la práctica del comercio. Tras la batalla de Alalia [1] (535 a.C.), Cartago tomaría el relevo como principal potencia del Mediterráneo occidental en detrimento del poderío griego. Así pues, la tradición de los cartagineses como pueblo hecho a la mar contaba ya con una trayectoria considerable, siendo duchos tanto en la navegación como la construcción naval, artes en las que Roma todavía no había tenido la necesidad, ni la intención, de iniciarse.
Cuando Roma, en plena dominación de Italia, necesitó ayuda por mar (hecho que por cierto no se repitió demasiadas veces) le bastó con echar mano de los llamados socci navales o aliados navales que contaban con más experiencia naval y ya tenían a sus espaldas una larga historia ligada al mar. Estos socci navales eran, en gran medida, algunas de las ciudades griegas ubicadas en la zona sur de Italia [2], y en lugar de apoyar a Roma mediante el envío de hombres para combatir en tierra, lo hacían en su lugar proporcionando un número determinado [3] de barcos. Además, antes de las Guerras Púnicas Roma ya contaba con algunas magistraturas ligadas al ámbito marítimo como fueron, sin ir más lejos, los llamados quaestores classici o cuestores de la flota, de los cuales, aunque no podemos definir de manera exacta sus competencias, sí podemos intuir, en mayor o menor medida, que se encargaban de regular las relaciones con los socci navales, como bien afirma Adrian Goldsworthy (2002, p. 114). En cualquier caso, es importante puntualizar en este punto que estos contingentes marítimos tenían una importancia bastante secundaria, siendo las tropas de tierra, con las legiones como su brazo ejecutor, las que soportaban el mayor peso en la guerra. Así pues, si los propios romanos navegaban y hacían uso del mar, lo hacían fundamentalmente en calidad de mercaderes, no de soldados. Al menos, de momento.
En resumen, podría afirmarse que mientras Cartago tenía su principal baza en el combate marítimo, en el que contaban con una ventaja lo suficientemente superior como para no tener rival, los romanos tenían su fuerte en el combate terrestre, donde sus legiones eran lo tremendamente disciplinadas y diestras, perfectamente capaces de hacer frente al enemigo africano.
Los romanos basaban su fuerza en la dominación terrestre y eludieron el mar hasta que Cartago los arrojó irremediablemente a él. Ese momento llegó cuando Roma venció a Pirro de Épiro y se hizo, por consiguiente, con el control de toda Italia. Los cartagineses, que hasta entonces se habían aliado con los romanos cuando ambos habían tenido intereses y enemigos comunes, se mostraban ahora como el principal escoyo para Roma si ésta quería dar un paso adelante y extender su dominio más allá de terreno itálico.
En este contexto, Sicilia, que había sido ocupada tanto por griegos como por cartagineses sin que ninguno de éstos se mezclase con la población autóctona, recibió una expedición romana en el 265 a. C. Según Polibio, los romanos tenían la esperanza de ser capaces de arrojar por completo a los cartagineses de Sicilia, y de que, logrado esto, sus intereses iban a experimentar un gran auge, y se dedicaron por entero a estos proyectos y a los planes que a ellos se referían (Pol., I, 20, trad. de Manuel Balasch Recort). Esta expedición no tardó en chocar con los intereses púnicos, que no solo tenían una flota de un tamaño muy superior a la romana sino también mucho mejor entrenada, con la que obstaculizaron la intención romana de mantener y enviar fuerzas a territorio siciliano. Roma, percatándose de la enorme superioridad cartaginesa, tomó medidas al respecto y ordenó, tan solo un año después, emprender la construcción de una flota compuesta por 100 quinquerremes y una veintena de trirremes, dando los primeros pasos en lo que sería una larga carrera por el dominio del Mediterráneo. Este no sería, sin embargo, un camino de rosas para los romanos, que trataban de manejar unos navíos mucho menos maniobrables que los cartagineses, los cuales, por cierto, gozaban para colmo de mayor rapidez.
El navío protagonista en este contexto fue sin duda el trirreme, el cual, con unos 40 o 50 m. de longitud y un ancho aproximado de 5 .m, es además el mejor conocido. Con tres hombres por cada grupo de remeros (a los que debe su nombre), este tipo de navío contaba también con una vela, gracias a la cual podían alcanzarse aproximadamente unos ocho nudos, si el tiempo acompañaba a la travesía.
Además del trirreme, los otros grandes actores de esta guerra por mar fueron los llamados quinquerremes, menos veloces y maniobrables que las mencionadas trirremes pero, en contrapartida, más altos y, según Goldsworthy (2002, p. 116), seguramente también de mayor tamaño, de modo que su considerable envergadura también garantizaba la posibilidad de transportar un mayor número de tropas. En teoría, si la afirmación del historiador Polibio es correcta, estas quinquerremes romanas fueron copiadas de un ejemplar púnico capturado, posteriormente imitado por los romanos, quienes lo usarían para sus fines hasta bastante tiempo después de que la República pereciera en la antigua Roma.
Pero además de esta gran empresa constructiva, Roma tomó también medidas en lo tocante al entrenamiento y disciplina de unas tropas no tan diestras en el mar como en tierra. Polibio, ya mencionado y que sin duda se convierte en la fuente literaria principal con la que abordar los primeros pasos de los romanos en el dominio de los mares, es bastante detallista a la hora de narrar este proceso de entrenamiento:
“Hacían sentar en los bancos de remeros dispuestos en el suelo, a los hombres ordenados según luego estarían en los asientos de las naves, colocaban al cómitre en el centro, y habituaban a todos a echarse hacia atrás mientras movían los brazos hacia sí mismos y luego se inclinaban hacia adelante extendiendo los brazos (…). Cuando éstos estuvieron entrenados, al mismo tiempo que terminaban las naves, las botaron; se ejercitaron durante poco tiempo con maniobras reales en el mar” (Pol., I, 21, trad. de Manuel Balasch Recort).
Después de unos primeros años de preliminares y encontronazos fugaces con más sombras que luces, la primera gran batalla naval de la que los romanos lograron salir victoriosos tuvo lugar en el año 260 a.C. en las costas próximas a la ciudad de Mylae o Milas [4], ubicada en la parte septentrional de Sicilia. Aunque se habían esforzado por ponerse a la altura del poder naval cartaginés, tanto en el entrenamiento ya mencionado como en la propia construcción de los navíos, sería el propio ingenio y originalidad de los romanos lo que marcaría la diferencia e inclinaría el resultado final de la contienda. Ya hemos mencionado en numerosas ocasiones que el poderío bélico de Roma residía en su infantería, en su ejército de tierra; en relación a esto, los romanos diseñaron un curioso e inteligente sistema para sus barcos, los llamados corvi o “cuervos” (corvus, si queremos referirnos al singular).
El corvus era una suerte de plataforma levadiza ubicada en la proa del barco; ésta era móvil y contaba, en uno de sus extremos, con una especie de clavo o garfio gracias al cual, clavándose en la embarcación enemiga, funcionaba a modo de puente de abordaje para permitir que las tropas romanas pasaran de su barco al del enemigo. Una vez fijadas ambas embarcaciones, los soldados romanos podían trasladarse a la nave enemiga protegiéndose con sus escudos como si de un combate terrestre se tratase, desplegando sus mejores dotes bélicas en suelo “firme”, donde sí eran (y se sabían) superiores a los cartagineses. Lo que habían hecho fue, simple pero eficazmente, trasladar sus mejores técnicas de combate terrestre a un terreno que hasta entonces les había sido desfavorable y en el que no se encontraban nada cómodos luchando contra un enemigo que les llevaba siglos de ventaja en el dominio del mar. Dejemos hablar por última vez a Polibio para intentar comprender mejor el funcionamiento de este peculiar invento:
“Esta pasarela tenía cuatro pies de anchura y seis brazas de longitud. Estas tablas tenían un orificio longitudinal en el que se instalaba el poste, a dos brazas de la extremidad de la pasarela. Esta disponía de dos barandas, una a cada lado, a la altura de la rodilla, en toda su longitud. En el otro extremo de la pasarela se ajustaba una pieza parecida a un majadero de hierro, acabada en punta (…). A esta argolla se sujetaba un cable, mediante el cual, en el abordaje de los navíos, se levantaban los cuervos por la polea del mástil y los soltaban contra la cubierta de la nave enemiga, unas veces por la proa, y otras virando para hacer frente a los ataques que se producían por los flancos” (Pol., I, 22, trad. de Manuel Balasch Recort).
Aunque desconocemos quién fue el ingeniero, romano o no, responsable de semejante ocurrencia [5], lo cierto es que el corvus asestó un golpe tremendo a la flota cartaginesa. Tras su éxito en Mylae, Roma consiguió capturar una treintena de naves cartaginesas y mandar al fondo del Mediterráneo a otras trece o catorce, sorprendiendo a un enemigo que, hasta entonces, había tenido en sus manos el control y el dominio del mar. Comprobada su efectividad, los romanos siguieron empleando el uso del corvus mientras fueron conscientes de que todavía no estaban a la altura de su enemigo en cuanto al dominio y maniobrabilidad de sus naves (Rosenstein, 2008, p. 146).
Pocos años más tarde, ya en el 256 a.C., Sicilia volvió a ser testigo en sus costas de otro enfrentamiento entre romanos y cartagineses, ésta vez en su parte meridional, cerca del monte Ecnomus que le daría nombre a esta importante contienda, para muchos la mayor batalla naval de la historia. En ella, si nos hacemos eco de las cifras concedidas por Polibio, se vieron las caras unos 230 barcos romanos y otros 350 [6] cartagineses, estos últimos tratando de impedir frente a las costas sicilianas que Roma lograse llevar a cabo su empresa: Poner sus pies en el continente africano para asestar a Cartago un golpe definitivo en su propia casa.
Los romanos, dirigidos por los cónsules L. Manlius Vulso y M. Atilius Regulus, dispusieron sus barcos formando una especie de cuña con la retaguardia cubierta, tratando de hallar la fuerza en la unidad. Ante esto, la flota cartaginesa comandada por Amílcar buscaba abrir una brecha en el potente bloque romano, de modo que, una vez distendida la formación y dispersados los distintos barcos, sus propias naves (aún más rápidas y maniobrables que las romanas) lograran vencer a un enemigo que, sin duda, sería más vulnerable por separado. La idea de Amílcar era buena, pero resultó inútil, y de nuevo los “cuervos” viraron la suerte hacia el bando romano, que únicamente perdió veinticuatro barcos frente a los treinta cartagineses que acabaron bajo las aguas del Mediterráneo [7]. Los pocos barcos que les quedaron a los cartagineses tuvieron que emprender el regreso a costas africanas sin poder permitirse otra estrategia que la defensa de sus propios litorales.
Estos corvi, aunque tuvieron una vida relativamente corta, sirvieron a los propósitos de Roma en numerosas ocasiones, y fueron abandonados cuando los romanos habían adquirido la destreza y experiencia suficientes como para poder hacer frente de tú a tú a la gran Cartago. No obstante, como se verá en la próxima entrega, no iba a ser ésta una empresa sencilla para los romanos.
[1] En esta decisiva contienda, nos dicen las fuentes clásicas que los griegos, tras haber sido derrotados por cartagineses y etruscos, se vieron forzados a abandonar la isla de Córcega para, a continuación, establecerse tanto en la zona meridional de Italia, donde habían fundado la colonia de Elea, como en la costa sur francesa, en la que también habían fundado la ciudad de Marsella.
[2] Esta Italia medirional estaba ocupada por las colonias griegas, la llamada Magna Grecia, que también compartían influencia en las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña con Cartago, mientras que el centro quedaba repartido entre latinos (entre los que se hallaban los propios romanos), sabinos y samnitas (Burbank y Cooper, 2012, p.40).
[3] No nos es posible decir con exactitud qué número de barcos recibía Roma por parte de sus aliados marítimos, aunque lo que sí parece evidente es que la cifra, sea como fuere, no fue suficiente para poder combatir la amenaza que Cartago irradiaba por mar (Goldsworthy, 2002, p. 114). Pudo haber sido, efectivamente, una flota “minúscula” (Abulafia, 2013, p.205).
[4] Actualmente conocida como Milazzo, perteneciente a la provincia siciliana de Messina. Esta ciudad se ubica en la punta noroccidental de la costa de Sicilia (Roldán, 1994, p. 31).
[5] Como bien indica A. Goldsworthy (2002, p. 125) en su obra, solo diferentes teorías sobrevuelan esta pregunta, aunque sin certeza alguna. Algunas de las hipótesis que rodean a la invención del corvus señalan al joven Arquímedes como responsable de la creación de este artefacto, mientras que otros abogan porque el genio creador fue un griego afincado en la isla de Sicilia.
[6] Las cifras proporcionadas por Polibio son habitualmente puestas bajo sospecha por la imparcialidad de la que sin duda hizo gala el autor, que tenía ya no solo una profunda admiración por Roma sino que, más allá de eso, mantenía una estrecha relación con el círculo de los Escipiones. Es por ello que hay autores, como es el caso de D. Abulafia, que rebajan el número de naves púnicas a 200 (Abulafia, 2013, p. 210; Goldsworthy, 2002, p. 130).
[7] A la postre, Cartago no pudo capturar ningún barco romano, mientras que Roma sí logró hacerse con la friolera de sesenta y cuatro naves púnicas (Goldsworthy, 2005, p. 37).
Bibliografía:
ABULAFIA, D., “El Gran Mar”, Barcelona: Crítica, 2013.
BURBANK, J. y COOPER, F., “Imperios”, Barcelona: Crítica, 2012.
GOLDSWORTHY, A., “El ejército romano”, Madrid: Akal, 2005.
GOLDSWORTHY, A., “La caída de Cartago: las guerras púnicas, 265-146 a. C”, Barcelona: Ariel, 2008.
GOLDSWORTHY, A., “Las Guerras Púnicas”, Barcelona: Ariel, 2002.
HEURGON, J., “Roma y el Mediterráneo occidental hasta las guerras púnicas”, Barcelona: Labor, 1971.
POLIBIO, “Historias. Libros I-IV”, Madrid: Gredos, 1981.
ROLDÁN, J.M., “El imperialismo romano. Roma y la conquista del mundo mediterráneo (264-133 a. C)”, Madrid: Síntesis, 1994.
The post La carrera por el Mare Nostrum (I) appeared first on temporamagazine.com.